Una gélida noche de invierno, aquel que creía vivir en el
orden ordenado de su vida, decidió gastar una mínima pizca de su tiempo en un
momento cualquiera con una persona desconocida y cualquiera.
No era difícil encontrar algo así, algo que a la misma
velocidad que pasa olvidas, algo que cubre un pequeño e insípido hueco que
permanece vacío.
Algo insignificante.
Esas cosas pasan y pasan a diario, es normal que le pasen a
gente normal, tan normal como yo, pensó.
No le faltaba razón, esas cosas pasan
y pasan así, pero solo pasan y pasan así con la gente normal.
Ella no lo fue, ella no lo era, ella no lo iba a ser.
Ella se distinguía de todas las demás criaturas del
universo.
Tenía luz propia, una luz que radiaba vida a su alrededor y
que quizá muchos habían visto pero pocos se habían parado a mirar.
Luz bella y generosa.
Luz cegadora.
Luz apasionada e inquieta.
Luz que dejó por un momento aquel precioso cuerpo de mujer
para cambiar el devenir de los instantes, para cambiar el pasar de los
momentos.
Nuestro hombre ordenado recibió su impacto. Dulce, pero
frontal, directo y certero.
El aun no lo sabía, pero esa momentánea ceguera sería la que
le mostrase el camino, camino que hasta hacía apenas días había sido solo de
ida, pero que tenía que ser también de vuelta.
Movido por aquella extraordinaria luz buscó y buscó.
Buscó convertir la indiferencia en calor, la impersonalidad
en cercanía, la racionalidad en locura y la locura en amor.
Y Encontró.
Encontró el compás que le trajo la armonía.
Encontró el color para su paleta de grises.
Encontró la caricia del susurro de su voz.
Acabo encontrando su bendita casualidad.
...en otra vida sonreí tanto que he decidido seguir haciéndolo en esta.