Venas azules recorren mi cuerpo. Tengo fijación por ellas,
me gusta ver que al soltarlas, después de presionarlas un ratito, saltan
cantarinas, diciéndome que hay vida en ellas. Me gustan mis lunares, ya no me
salen tantos como antes, aunque hay alguno que otro nuevo que le doy la
bienvenida con alegría.
La piel se me ha secado, dejadez por falta de tiempo, por
despiste, por entretenerme con otros detalles. Mi pelo se encuentra quemado en
las puntas y las cejas nada perfiladas. Aún así, estoy a gusto conmigo misma.
Desde fuera creen que algo anda mal.
No hay nada mal, estoy contenta con mi pelo rizado y
enmarañado, con mi dejadez natural. Hay cosas más importantes que atender en la
oscuridad. Puedo crear, puedo imaginar mundos que jamás viviré, puedo fumarme
un cigarro tranquilamente y darme cuenta que me equivoqué en tantas cosas…
Muchas veces tener apariencia desdeñosa es necesario para
cambiar la piel. No dejo a casi nadie entrar en mi hogar, sólo a él. Al fin y
al cabo, estuvo antes de que todo esto pasara, cuando cada centímetro de mi
piel, de mi pelo, de mi aspecto, era aceptable y aparentemente perfecto.
Fue viendo la decadencia, la oscuridad envuelta en mí. La
aceptó, abrazó la idea de que jamás volvería a ser la misma. Le miro y noto que
no me llena, que no es él, no es él, ni nadie lo será, nadie será capaz de
llenar este agujero negro que ensombrece mi alma.
La solución está en mí, en que pase todo esto. Para ello lo
tengo que hacer sola. Si él se queda a mi lado, seré capaz de destruirle, si mi
mejor amiga trata de levantarme, la hundiré más. Los agujeros negros somos así.
Sólo hay que esperar a convertirnos nuevamente en luz. Sólo es cuestión de
tiempo y ganas.
Las ganas las tengo, me quiero lo justo para saber que esto
pasará. Pero durante el proceso, centro mi atención en esos lunares, en esas
venas, en esas uñas mordidas y ese pelo desgarbado.
Vuelvo a mi cama, me encojo, me coloco en posición fetal. No
dejo que nadie me toque. Él trata de descansar a mi lado, pero no puede evitar
mirarme, mirar cómo lloro en silencio. No me acaricia. Una parte de mi lo
desea, otra no, no quiero transmitirle el veneno que llevo dentro, no quiero
que me abrace y explote a llorar. No quiero que me siento un grano de arena en
este universo, ese grano de arena que se convirtió en abismo, que luego pasó a
ser sol y murió siendo un agujero negro.
Le miro, me seco las lágrimas. Intento esbozar una sonrisa,
pero es imposible. Es la primera vez que le veo triste y serio. Pasa el umbral,
me toca el pelo. A pesar de estar enredado, lo acaricia como si lo llevara
lacio como antes. Me siento invadida. El corazón va a estallar de amargura.
Se acerca más, me quita la almohada que abrazo, sujeta mi
cuello y lo acaricia con delicadeza. Todo termina en un abrazo. Me duele tanto
el corazón que no puedo con su peso. Lo tengo henchido, engrandecido. Me duele
cada latido, pausado pero fuerte, cada vez más fuerte.
Quiere salir de la caja torácica. No le dejo. No puedo
evitar que las pequeñas gotas de lágrimas se redondeen aún más y aumenten de
tamaño. Lloro y me siento pequeña. Su mano recorre mi espalda, me aprieta
contra él. Poso mi cara en su pecho. Mis lágrimas traspasan su cuerpo. Él sigue
en silencio y espera. Espera a que me quede dormida, agotada de tanto llorar. Y
luego viene la ansiada oscuridad.