El pomo de la puerta crujió tímidamente,
pero no consiguió que se abriera. El
prisionero quería salir de aquella estancia oscura y húmeda en que se
hallaba. Era mucho tiempo de encierro y
su paciencia se agotaba. Daba vueltas
sin cesar en la pequeña celda, y cada día que pasaba le parecía más agobiante
la situación. A veces, lo intentaba
moviendo el pomo; otras, dando patadas a
la puerta, pero no obtenía respuesta alguna de sus guardianes. Ahora bien, aunque eran inflexibles en
mantenerlo encerrado, siempre tenía su comida dispuesta. Era el único consuelo que le quedaba al pobre,
saber que alguien se acordaba de que estaba en esa cárcel.
Se preguntaba continuamente por qué motivo
le habían condenado a vivir así, y no hallaba la respuesta. “Soy inocente, inocente”–repetía- En ocasiones, oía voces próximas a su celda,
y trataba de averiguar, sin éxito, que decían.
Una de ellas le era muy familiar. “Quizás venga a interceder por mí” –se
preguntaba-, pero los días seguían transcurriendo y… ¡nada!
A veces, incluso, le sometían a horribles torturas, haciéndole pasar por
encima del cuerpo una especie de rodillo, que, además de presionarle, emitía un
extraño y, a la vez, molesto sonido. En algunas ocasiones, entraba un poco de luz
que se filtraba a través de un túnel que conducía hasta su mazmorra, pero sus
captores abrían aquella puerta solo de vez en cuando.
Las horas habían consumido los días; los días, las semanas y las semanas, los
meses. Él sentía en sus carnes cómo se iba haciendo mayor en aquel encierro,
sin poder remediarlo. Hasta que un
buen día decidió poner fin a su cautiverio y pasó a la acción. El plan consistía en hacerse oír de tal
manera, que retumbara todo el recinto. Empezó golpeando la puerta con pies y
manos, y como esta no cedía, la emprendió a cabezazos. Tampoco funcionó. Así que se puso de espaldas y forzó con el
trasero la maldita cancela, hasta conseguir que se tambalease. Entonces comenzó a gritar: ¡Quiero salir!
¡Quiero salir! Y al hacerlo, vertió sin
querer el agua que tenía para beber.
¡Quiere salir! ¡Quiere salir! ¡Ya está
aquí! ¡Estad preparados que ya sabéis
que viene de nalgas! ¡Empuje, empuje un
poco más! –Decía la matrona- Y, al momento, se produjo el milagro de la
vida. Sergio salió del vientre materno y al contemplar la luz del día lloró. Lloró con rabia también cuando le cortaron
el cordón umbilical. Maravilloso
Síndrome de Estocolmo que le unirá de por vida a la madre.
Autor: Aurelio Ramos
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