Sentado
en una silla de madera con bases de hierro, en aquel parque en el que
sobresalen las figuras regordetas del maestro Fernando Botero, en el centro de
aquella ciudad ajena, esperaba el mensaje de la mujer de hermosa sonrisa.
Se
habían fijado las dos de la tarde como hora máxima para acordar el encuentro.
Los 60 minutos de espera en esa silla se hacían eternos. Miraba con cierta
frecuencia el reloj, revisaba los mensajes en su celular y, debido al bullicio en
el entorno, observaba de reojo la pantalla con la ilusión que la anhelada
llamada finalmente fuera una realidad.
El
tiempo corría y perdía las esperanzas. El tercer encuentro parecía fallido. En
su interior, los sentimientos encontrados hacían de las suyas. Un par de horas antes había experimentado un enorme dolor. La lucha
personal emprendida hace casi año y medio parecía llegar a fin.
La sola
idea de no verla le agregaba algo más de
sal a la herida. Era quizás la última vez que se verían y se lo dijo con énfasis
en aquel mensaje en el que le insistió que quería volver a verla. Tal vez no
habría un mañana para regresar.
Y es
que, el episodio vivido apenas un par de horas antes y aquel incidente que
experimentó una semana atrás en el que casi pierde la vida, incrementaron sus
deseos por tenerla frente a frente, de volver a verla sonreír, de intercambiar
nuevamente unas cuantas palabras, pero sobre todo de sentirla a través de un
abrazo o de un beso.
Los
minutos se hacían eternos, la ansiedad se apoderaba de su interior, perdía la
fe. Se estrechaba el tiempo, la espera producía un caos, el mensaje no llegaba.
Entre
tanto, cientos de personas pasaban frente a él, el vendedor de refrescos, el policía que
vigilaba el lugar, el hombre y la mujer que regresaban a su sitio de trabajo,
el extranjero que disfrutaba de sus vacaciones, la niña que jugaba a las
escondidas entre las figuras de Botero con su
mascota.
Bastaba
con levantar un poco la mirada para observar el paso de los vagones del metro o
mirar el cielo azul. Una mujer de unos 50 años que estaba sentada a su lado le
preguntó si conocía el sector de Aranjuez o un barrio cuyo nombre no logró
entender. Le respondió que no era de esa ciudad, que estaba de paso y que ya en
unos minutos se desplazaría al aeropuerto para regresar a su ciudad.
Eso lo
distrajo un poco de su insistente mirada al reloj y al celular. La mujer se
levantó de la silla, se despidió y se perdió en el horizonte. Él volvió a lo
suyo. La angustia volvió a Él. Los minutos seguían pasando y aunque,
aparentemente lentos, la ansiedad parecía consumirlo rápidamente. El temor se
apoderó de su interior, la hora prevista estaba por llegar. El plazo estaba por
vencerse.
Revisaba
unos documentos cuando un mensaje llegó a su celular, dirigió su mirada a la
pantalla. Era ella. Diez minutos antes de la hora sentenciada finalmente pudo
leer el mensaje que tanto esperaba. Si habría un tercer encuentro con la mujer
de hermosa sonrisa.
A la
eterna espera en el Parque Botero se sumaba otra en el sitio acordado. Era un
lugar tradicional ubicado en la zona peatonalizada de la avenida Junín. Se sentó
en una de las sillas ubicadas cerca a la entrada principal para observar el
momento en el que ella ingresaría. Los minutos se volvieron nuevamente eternos.
La ansiedad por saber si se produciría el encuentro se transformó ahora en la
ansiedad por verla. Volvía a mirar con insistencia el reloj.
La mujer
de hermosa sonrisa llegó al lugar. Él se paró de la silla. Se dirigió hacia
ella. Alcanzó a ver que los comensales de la mesa vecina los miraron. Se
saludaron con un beso en la mejilla. Se sentaron y ordenaron un jugo de
mandarina. Repasaron lo sucedido horas antes y analizaron las posibles
decisiones que debían tomarse. También hablaron del episodio ocurrido días
atrás. Ella recordó que vivió de cerca una situación similar.
El
tiempo que antes iba lento ahora corría con rapidez. Era un contrasentido. Las
palabras se atropellaban, había mucho por decir. Se cuestionaron por decisiones
anteriores, se defendieron por haberlas tomado. Se preguntaron si acaso como
consecuencia de esas decisiones se habían alejado un poco o si los silencios
eran producto de alguna molestia.
Fueron
40 minutos excesivamente cortos. El tiempo corría atropelladamente así como las
palabras. Se dijeron tantas cosas como tantas se quedaron sin decir. Él la
miraba como la primera vez. Ella preservaba la sonrisa, aquella que él
observaba con frecuencia en la fotografía que guardaba como un tesoro.
El
tiempo, como una guillotina, cayó sobre ellos. Llegó la hora de la despedida. Pagaron la cuenta y
salieron del lugar. Caminaron apenas unos metros, se detuvieron. Ella le señaló
el lugar donde podría tomar el transporte rumbo al aeropuerto. Quedaron frente
a frente y se despidieron. Se despidieron dos veces como si no quisieran que el
momento fuera real.
En el
fondo él no quería despedirse ni que se convirtiera ese momento en un adiós. Él
sintió el beso en la mejilla. Ese beso lo estremeció, por eso no quiso mirar
atrás. No quiso verla refundir entre cientos de personas que caminaban por el
lugar. No quiso guardar en su memoria esa figura diluyéndose en el horizonte. No
quiso ver como la mujer de hermosa sonrisa desaparecía de su vista quizás por última
vez.
Autor : Javier Contreras