Una brisa de aire
levanto el polvo y las porquerías de la calle, estas danzaron por encima de el
extraño un improvisado vals. Pero él, no estaba invitado.
Los pocos viandantes
que transitaban la calle, corrían con sus prisas pisándole los talones, pero
él, no estaba invitado a tenerlas.
Las luces de los bares iluminaban la acera, dentro hombres
reían y jugaban, gastándose la paga de un mes en escasos minutos, pero él, no
tenía el que perder.
Un tranvía pasó cerca del extraño, en su interior hombres y
mujeres de toda condición, se apretaban como sardinas en lata, para hacer hueco
a los atunes que entraban y las caballas que salían, en la cabina, un besugo
discutía con el conductor acerca de que se mezclaran tantas clases de peces en
una misma lata con puertas y ventanas. Pero él, no podía subirse, no tenía a
donde ir.
La calle desembocaba en un amplio jardín, metropolitano bosquecito,
sosa selva y nostálgica declaración de naturaleza. Sendas se perdían en los
espesos arbustos, sendas a ninguna parte, sendas hacia la desesperación de unos
decepcionantes columpios, decepcionantes estructuras, oxidadas reliquias de una
infancia desaparecida.
Una juguetería franqueada por una tienda de sombreros
obsoleta, cuyo dueño, se había ahorcado por desesperación y una ferretería cuyo
dueño, acababa de fallecer, en medio de esas dos desgracias, los pin y pon
sonreían sádicos al lado de las cínicas y plásticas bocas de los Monopolis,
pero él no podía aliviar la ironía. Caminó hasta una oficina, donde un becario
ojeroso trabajaba. Dormía el insomne con las dulces palabras de un ascenso
irreal, inexistente y esperado.
Pero él, no podía ayudarle.
En una esquina torcida bebía un borracho retorcido, mojaba
sus penas en coñac, para mejor poderlas tragar. En su casa la parienta
planchaba ropa de otras personas, empapelaba las paredes con los avisos de
embargo y en un rincón, olvidado, languidecía el antiguo padre, vendiendo sus
arrugas en un bingo con pocos adeptos. Pero él, no podía ayudarles.
Un largo pasillo de hormigón gris a juego con la acera,
recorría el descolorido barrio, las farolas se alzaban altivas, curvadas por el
peso de los borrachos habidos y por haber, quienes ávidos vaciaban la razón a
la par de la botella.
Morianse estos como Max Estrella iluminados, por las luces
de una bohemia desafortunada y sangrienta. Pero él, no pudo socorrerlos.
La noche cayó, atrayendo a la luna con su jauría de
estrellas, a la caza del esquivo sol. Los niños dormían, pero no soñaban, la
realidad les había robado su inocencia, sus sueños, la ilusión, las
expectativas parecían grandes, eran polvo, polvo del camino, camino que siguió
el extraño resignado. Pero no podía hacer nada por ellos. Los niños fueron
besados, sus ilusiones se alzaron como gigantes, los diamantes de sus
expectativas se tornaron eternos, su futuro inmenso, sus sonrisas seguras, su
ilusión realidad y pudieron soñar, soñar sueños, sueños que nadie jamás ha de
volver a soñar. Pero él, no podía participar, al fin y al cabo, solo era un
extraño.
Se dejo caer en un banco y lloró, lloró por los oprimidos y
los opresores, por los empobrecidos y
empobrecedores, lloró por eso y por mucho más. Lloró de impotencia,
hasta que el sol resurgió con su amante la aurora después de haber esquivado a
su esposa la luna, una vez más, entonces el extraño murió.
Nadie supo quién
era, de donde venia, ni tan siquiera que quería, pero hoy les rindo homenaje a
esos seres, que aún viéndolos todos los días no sepamos quiénes son, ni a donde
van, ni que desean y cuyas tumbas invaden los camposantos, como las setas los
bosques húmedos.
Tantas historias que se han y habrán de contar. Tantos
nombres, escritos todos, escritos. para
no ser nunca vistos, leídos o sentidos. Ni tan siquiera los recuerda el olvido,
en la nada se pierden, pues nada son, nada serán y a la nada con el tiempo han
de volver, morir en el olvido, vivir en los sueños, pesaroso pesar y pesados
pésames, a esos grandes hombres que nos han dejado, que no han de volver.
Autor : Koldo Ugarte